miércoles, 17 de abril de 2013

La Canción del Jacarandá



Letra de la canción

Al este y al oeste

llueve y lloverá
una flor y otra flor celeste
del jacarandá.


La vieja está en la cueva
pero ya saldrá
para ver que bonito nieva
del jacarandá
.

Se ríen las ardillas,
ja jara jajá,
porque el viento le hace cosquillas
al jacarandá.


El cielo en la vereda
dibujado está
con espuma  y papel  de seda
del jacarandá. 
El viento como un brujo
vino por acá.
Con su cola barrió el dibujo
del jacarandá. 

Si pasa por la escuela,
los chicos, quizás,
se pondrán una escarapela
del jacarandá
.


¿Sabían que la jacarandá es una de las especies que más dióxido de carbono consume? unos 1832 Kg por año. Son una bendición en la lucha contra el Cambio Climático.
En Wikipedia encontré esta información: Jacarandá, jacaranda (plural jacarandás o jacarandas), gualanday o tarco (Jacaranda spp. Juss.) es un género de unas cuarenta especies de árboles y arbustos de la familia de las bignoniáceas, típicos de la América intertropical y subtropical, que prosperan preferentemente en zonas con un buen régimen de lluvias, aunque pueden implantarse y prosperar en zonas más templadas, por ejemplo hacia los 35° de latitud. El nombre científico de la especie (jacaranda) deriva de la voz guaraní jacarandá, palabra acentuada en la última sílaba.
Para saber más sobre el jacarandá hacer click aquí

LA LEYENDA DEL JACARANDÁ
En la provincia argentina de Corrientes nació esta leyenda en torno al jacarandá, árbol de bellas flores...

Cuando los españoles comenzaron a poblar Corrientes, trayendo consigo a sus familias, vino a habitar este suelo un caballero que traía consigo a su hija. Una bella jovencita de escasos dieciséis años, de tez blanca, ojos azul oscuro y negra cabellera. Se instalaron en una zona no muy retirada de la ciudad de las Siete Corrientes, en una reducción donde los jesuitas cumplían su misión evangelizadora y civilizadora, enseñando no sólo el amor a Cristo sino también a cultivar la tierra a los guaraníes.
Entre los jóvenes de esa reducción se distinguía Mbareté, un mocetón veinteañero alto y fornido, que trabajaba la tierra con tesón, como queriendo arrancar de sus entrañas toda su riqueza y sus secretos.
Una tarde en que Pilar -la joven española- salió a caminar en compañía de una doncella que la servía, vio a Mbareté y fue verlo y prendarse de su apostura. El indio también la observó con disimulo al principio, con desenfado después, y admiró su blanca piel, su negro cabello y el color de sus ojos.
El encuentro fue fugaz. Tan sólo intercambiaron una mirada. Pero Mbareté la siguió con la vista hasta que la joven desapareció entre unos arbustos. El indio buscó la forma de que el jesuita le asignara tareas cerca de las casas y, en silencio, hurgaba por cuanta abertura había, para poder ubicar a la joven. Pilar, entre tanto, no podía borrar de su retina la imagen del joven aborigen. No podía olvidar lo hermoso que le pareció con su torso desnudo, cubierto de gotas de sudor que le parecían chispas del sol que se le pegaban al cuerpo, al estar realizando su rudo trabajo.
No pasó mucho tiempo y un día Pilar y Mbareté se encontraron. Esta vez las miradas fueron largas y profundas. Tan profundas que -sin palabras- se adentraron en el espíritu de ambos, mutuamente.
 Mbareté pidió al sacerdote que los instruía que le enseñara el castellano. Y aprendió rápido todas aquellas palabras que le sirvieran para expresarle a Pilar que la amaba desde el primer día en que se conocieron. Y buscó la forma de encontrarla a solas y poder hablarle.
Y esa oportunidad la tuvo el día en que halló a la joven rodeada de indiecitos a quienes les enseñaba el catecismo. El joven se acercó al grupo y sin musitar palabra permaneció observándola hasta que los niños se fueron.
Entonces, Mbareté caminó junto a ella y, ante su asombro, le habló en español -balbuceante, al principio- para confesarle su amor. Pilar se ruborizó, se sintió confundida, quiso ocultar sus sentimientos, pero sus hermosos ojos azules y su cálida sonrisa la traicionaron y el joven pudo comprobar que era correspondido. Los encuentros se repitieron. Mbareté le propuso huir juntos, lejos, donde su padre no pudiera encontrarlos. Le habló de construir una choza, junto al río, para ella y allí unir sus vidas. Pilar aceptó y, cuando la choza estuvo concluida, amparándose en las sombras de una noche en que Yasy les brindó su complicidad, escapó con su amado.
A la mañana siguiente, el caballero español buscó infructuosamente a su hija, hizo averiguaciones y alguien de la reducción le comentó que la habían visto frecuentemente en compañía de Mbareté y que éste también había desaparecido.
Furioso, el padre convenció a varios compañeros para que lo ayudaran a encontrar la pareja y, fuertemente armados, comenzaron la búsqueda. Pasaron varios días hasta que descubrieron la choza junto al río. Sigilosamente, tomaron posiciones para observar a sus moradores. Así vieron llegar a Mbareté en su canoa, con el producto de su pesca, y vieron también salir a Pilar a recibirlo.
El padre de la joven no resistió la visión de la tierna escena de los amantes abrazados y salió de su escondite gritando el nombre de su hija y apuntando con su arma al indio. La joven vio el fuego del odio en los ojos de su padre y comprendió lo que cruzaba por su mente. Trató de evitarlo; de explicarle su actitud, pero el español siguió avanzando con el dedo en el disparador. Pilar se interpuso entre los dos hombres en el preciso instante en que la carga fue lanzada y cayó con el pecho teñido de rojo, fulminada por su propio padre. Al ver esto, Mba-reté quedó atónito, tieso, sin atinar a defenderse. Fue entonces cuando otro disparo le dio en plena frente y el joven se desplomó sobre el cuerpo de su amada. El padre, dolorido e indignado, no se acercó siquiera a los cuerpos yacentes e instó a sus compañeros a volver a la reducción. Esa noche, la imagen de su hija no pudo apartarse de su mente, y con las primeras luces del alba, inició el camino hacia el lugar donde tan tristemente terminara ese amor tan grande que motivó que los jóvenes se olvidaran de sus diferencias de raza.
Cuando llegó a la choza, el español no halló restos de la tragedia y en el lugar donde la tarde anterior yaciera la pareja -sin que existiera ningún rastro de la sangre allí derramada- se erguía un hermoso árbol de tronco fuerte, cubierto de flores azul oscuro que se mecían suavemente con la brisa.
El hombre tardó en comprender que Dios había sentido misericordia de los enamorados y había convertido a Mbareté en ese árbol, y que los ojos de su hija lo miraban desde todas y cada una de las azules flores del jacarandá.
 (“Cuentos y leyendas de la Argentina”, José Olañeta Editor, Barcelona en Temakel. Por Esteban Lerardo)


Fuente consultada:
-http://www.arbolessinfronteras.org.ar/jacaranda.php


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